“…pero nunca había imaginado que
la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor” (GGM)
Corría el año 1989 y yo era una estudiante inmersa en la
agitación de la crisis económica, de los paquetazos y del terrorismo en su
máxima expresión. Vivía esa época con la intensidad de una rebelde y soñaba con
ser una guerrillera; al estilo Maoli, claro está. Además me había apasionado
con la literatura rusa, especialmente con las narraciones en las que se
contaban historias del heroísmo de ese pueblo, ante la invasión de Hitler,
durante la Segunda Guerra Mundial.
Un domingo, después de visitar la Iglesia que estaba a la
vuelta de la casa de mi hermana pase a saludarla. No sé por qué se me ocurrió,
al despedirme, ir a la casa de su sobrino que quedaba a unas dos casas. Toqué
la puerta y salió Jonathan, me miró extrañado, ya que apenas nos conocíamos. Me
saludo amablemente y nos dimos la mano. Dijo ceremoniosamente “¿en qué puedo
ayudarte?”. Esa seriedad me dejo medio paralizada y reaccioné con una sonrisa.
“Ah, bueno –le dije bastante incómoda– pensé que tú, podías tener libros de
literatura”. Hubo un largo silencio, mientras nos mirábamos. Me apresuré a
añadir: “sí… quién sabe, ¿cuentos o novelas rusas?”.
Él me respondió que lo sentía mucho, pero que no tenía ese
tipo de libros. De todas maneras le agradecí y le dije que había sido un gusto
verlo. Él respondió algo similar y estiré la mano para despedirme. Me di media
vuelta y ya estaba alejándome de la puerta de la casa cuando escuché una voz varonil y
fuerte que gritó desde dentro “¡Yo tengo un libro!”
Mi corazón se sobresaltó y regresé. Vi salir a un chico de
ojos color caramelo, con un hoyo en el mentón y bastante más alto que yo. No
supe qué decir y simplemente nos quedamos mirando. Entonces sacó de su mochila
de estudiante un libro amarillo y me lo puso entre las manos. “Esta novela es
genial, te va a encantar. Se llama El amor en los tiempos del cólera y es de
Gabriel García Márquez”, dijo sonriendo y orgulloso (después me enteraría que se
llamaba Sar y que era un lector compulsivo).
Quise agradecerle, pero no podía dejar de tartamudear. Finalmente le dije, con la mayor seriedad posible: “Está bien, gracias. Lo leo y después conversamos”. “Claro –respondió–, me dirás que te pareció y cambiamos ideas”. Nos dimos las manos y al caminar me pareció que los pies me pesaban, de puro nervios.
Quise agradecerle, pero no podía dejar de tartamudear. Finalmente le dije, con la mayor seriedad posible: “Está bien, gracias. Lo leo y después conversamos”. “Claro –respondió–, me dirás que te pareció y cambiamos ideas”. Nos dimos las manos y al caminar me pareció que los pies me pesaban, de puro nervios.
Pasaron diez días y luego veinte, y no sabía cómo
comunicarme con Sar. Recordé su apellido y cogí la guía telefónica y llamé a
todas las personas que ahí figuraban con su apellido. No sé cuántas llamadas
hice hasta que respondió una señora muy amable y ¡era la casa de Sar!
Felizmente él no me preguntó cómo había conseguido su
número. Después de cinco años de haber sorteado la oposición de mi familia, que
incluso llegó a alejarme de Lima con tal de que me olvide de Sar, le dije
“…Está bien, me caso con usted si me promete que no me hará comer berenjenas”.
Lo más extraño de todo esto, y lo supe después, es que
Jonathan y Sar no eran amigos. Pero esa es otra historia.
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